La Aldea Verde resiste a la ciudad de la furia. Diario Z.

La Aldea Verde resiste a la ciudad de la furia

Velatropa es el refugio ecológico de 30 jóvenes que eligieron moverse al ritmo de la naturaleza. En tierras de la UBA, viven, trabajan y cultivan sus alimentos.
Una nube de mosquitos cubre la aldea de Velatropa. Sus treinta habitantes duermen en carpas de tela y refugios de barro. A doscientos metros del Pabellón Tres de Ciudad Universitaria, en la ciudad de Buenos Aires, se esconde una ecoaldea donde el alimento se cultiva en huertas y el calendario maya marca el día a día. Velatropa significa “luz que gira” y se estableció hace dos años sobre los cimientos de lo que iba a ser -y nunca fue- el Pabellón Cinco de Ciudad Universitaria. Periódicamente enfrentan la amenaza de desalojo y tienen una demanda por usurpación, pero hasta ahora lograron resistir. “Cada uno aporta a un área: Huerta, Reciclaje, Construcción o Sanación y Energías”, explica Rosario, que trabaja en el área de Comunicación y organiza los festivales culturales que se hacen las noches de Luna llena. “No somos un grupo de hippies sucios. Simplemente criticamos el sistema capitalista y elegimos vivir en un ámbito más creativo”, agrega Román, que trabaja en la huerta. Sobre el viejo cemento del Pabellón Cinco, las flores y las huertas crecieron hasta convertirlo en un pulmón verde. Secreto para muchos porteños, no son pocos los estudiantes y curiosos que se acercan a explorar la aldea como quien viaja a un mundo tan insólito como cercano. Los habitantes de Velatropa comparten dos características: además de ser vegetarianos, atravesaron en algún momento de sus vidas el clic que los llevó a renunciar al confort urbano. No es la única ecoaldea del país: en Navarro se encuentra Gaia y en Epuyén existe Jardín Paz Mundial. Román acomoda la leña para un fogón y mira el Tzolkin, el calendario maya que cuelga en una pared. El lunes es el día de la serpiente lunar. “Un día de fuerza vital, perseverancia y polarización. Parece que vamos a darles pelea a los mosquitos”, dice. El refugio de Velatropa es una construcción de barro con capacidad para los treinta aldeanos, útil en invierno y en días de mal tiempo. Está equipado con mesas, colchones, computadora, cocina de barro y un depósito comunitario de bicicletas. También hay un panel solar para proveerse de luz y una canilla de agua corriente cedida por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Los habitantes caminan descalzos y se saludan con un abrazo fuerte de cuatro o cinco segundos. Pipi llega a la ronda del mate y Casandra intenta no derrochar agua mientras lava los platos. La mayoría de los habitantes está en tránsito. Algunos son mochileros que decidieron hacer una parada en su viaje para vivir en comunidad, otros tienen un hogar convencional que alternan con noches de carpa. También están los habitantes estables, aunque varios trabajan en pleno microcentro. “La primera vez que volví a mi casa padecí un dolor de cabeza horrible durante tres días”, confiesa Nicolás. “Estaba acostumbrado a vivir sin el ruido de los autos y me mareaba en la calle.” Pipi es profesora de yoga y llegó hace pocos días por consejo de una amiga. El año pasado vivió en una comunidad igual en Cabo Polonio, Uruguay, pero dice que Velatropa es como “una escuela que enseña a cumplir con una labor”. La convivencia tiene una regla: respetar una rutina de higiene exigente, a pesar de los pies descalzos y el look parecido al de los clásicos hippies barbudos y pelilargos de los que insisten en despegarse. La basura reciclable se separa en desechos compostables -útiles como abono para la huerta-, orgánicos, cítricos y plásticos. “La tierra fue ganada al río con escombros, por eso es necesario enriquecerla para producir”, explica Román. La huerta es variada: tomate, acelga, maíz, zapallo, pepinos, zapallitos, plantas aromáticas y todo tipo de frutales. Pero no sólo el calendario maya rige la vida de Velatropa. También el rugido de las modernas turbinas de los aviones que cada 15 minutos se oyen desde el cercano aeroparque Jorge Newbery marca el ritmo de vida. Cuando sucede, todos se callan y tardan unos minutos en retomar la conversación.Luna, la perra beige que adoptaron como mascota, corre y les ladra a los aviones como si pudiese alcanzarlos. “Es la hora de almorzar”, avisa Carlos. Antes de cada comida, los hombres y mujeres de Velatropa tienen un ritual: chocar las manos para no llegar tan ansiosos al alimento. ¿El menú? Tomate, arroz integral, maní con banana, “chapaty” -una sabrosa hamburguesa de harina condimentada con especies- y té de canela. Durante la comida, Clara cuenta que pasó un mes desde que sufrieron la desagradable visita de una topadora. “Por suerte el conductor era amable y respetó la huerta. Desde que se fue, volvieron los pájaros”, cuenta. Después del incidente, los encargados del área de comunicación se reunieron con el secretario general de la UBA, Carlos Mas Vélez, y acordaron las condiciones de la convivencia. El objetivo es generar un vínculo productivo entre la universidad y la aldea, ubicada sobre un terreno de la UBA. “Los amo, un saludo a todos”, se despide Clara, que parte hacia su trabajo en la jungla de asfalto. Mientras se aleja, sólo se oyen pájaros y la melodía de una flauta.

El bosque de la resistencia. Página 12.

EN MEDIO DE LA CIUDAD DE BUENOS AIRES, UN GRUPO VIVE EN COMUNIDAD, SIGUE PRINCIPIOS ECOLOGISTAS Y SE ALIMENTA DE LO QUE PRODUCE

El bosque de la resistencia

Son poco más de veinte. Viven en carpas sobre un relleno sanitario, entre el ruido de autos, los pájaros y los edificios. Siguen los dictados de la “permacultura”, y guardan en secreto su lugar para no convertirse en atracción turística.

Por Emilio Ruchansky

Camina descalzo entre las sendas de una huerta. Se agacha a mirar las hojas de un alcaucil, riega. Cuando ve al extraño que se aproxima, sale a saludar y da charla. “Estamos parados sobre un basural”, afirma en un momento y se agacha para revolver la tierra. Enseguida saca una bolsa de polietileno. Más abajo hay preservativos, pañales, huesos, botellas de plástico, colillas, encendedores y latitas, entre otros desechos que se comieron al bosque primitivo. El granjero tiene los pantalones arremangados hasta la rodilla, la cara sucia, los labios secos. Vive en un nodo experimental de desarrollo sustentable junto a un puñado de personas. A lo lejos, tras los árboles que han sobrevivido, un edificio recorta el cielo de la ciudad de Buenos Aires. Parece la escena del día después de mañana o una premisa del milenio: si el futuro es ahora, es ahora o nunca.

“Cada día es un día ganado”, dice el granjero, que cambió el pavimento por ese terreno que alguna vez fue un basural. Pasó más de un año desde que comenzó a limpiarlo junto a otros cuatro jóvenes que entendieron que la única forma de salvar el lugar era habitarlo. Entonces fundaron una aldea a la que llamaron Velatropa, donde practican los principios de la permacultura, un movimiento creado por dos ecologistas australianos que a mediados de los ’70 recuperaron ecosistemas degradados por la industria agrícola y recorrieron el mundo alertando sobre el envenenamiento progresivo de la tierra y el agua.

Hoy, la permacultura (contracción de las palabras “permanente” y “cultura”) constituye una forma de vivir y producir sin dañar la naturaleza. “Una alternativa”, define el granjero que estudió matemáticas, pero ahora concurre religiosamente a cursar agronomía para perfeccionarse y concientizar. Un día les aconsejó a sus compañeros que no tiraran las botellas de plástico, que juntaran todas las que encontraran en la facultad. “Estaban sorprendidos por la cantidad de botellas que había –comenta–. La gente las tira y se olvida. No piensan a dónde pueden ir a parar, ni el daño que hacen ni lo que se puede hacer con los residuos.”

El granjero invita a conocer el estanque de las lombrices californianas, su otro amor, a pocos pasos de la huerta. Adentro se deposita la basura orgánica que produce Velatropa (menos los restos del baño seco, que se reciclan en otra parte). El estanque está cubierto con yuyos secos para alejar las moscas, las lombrices coloradas comen mucho y rápido. Su excremento es uno de los mejores abonos naturales que existen. El granjero cuenta que muchos vecinos que visitan la aldea traen sus propios desechos para colaborar: “Hay un pibe que cuando le expliqué para qué servía se emocionó. Me dijo que hacía años que separaba la basura orgánica en su casa y la enterraba de noche en una plaza del barrio. Ahora me la trae”.

Por la tarde, sentado sobre un enorme árbol caído en el pantano, el granjero hace cuentas sobre el espacio verde disponible. Divide el que debe ser respetado para no alterar el entorno del necesario para alimentar a cinco personas rotando un cereal (maíz, trigo, mijo o amaranto) y teniendo la huerta. No alcanza. En la aldea son más de 20 y también se alimentan reciclando verduras de tiendas cercanas. Si les dan tomates, preparan frascos de vidrio con pulpa y los regalan al verdulero. Es uno de los trueques que mantienen con la ciudad. También usan, responsablemente, el agua de red que sale de una única canilla que tienen, ubicada en el centro de la aldea.

La autonomía alimentaria es sólo uno de los objetivos. Velatropa es “para concientización”, explica el granjero y comenta que se está desarrollando otra comunidad de permacultores en Córdoba, con 15 hectáreas cultivables. Luego señala el hermoso jardín que lo rodea, con sendas marcadas por piedras que conducen a los juncos que se mueven sobre el agua del pantano. “La última medición de plomo salió bien”, se alegra, cuando de repente se oyen el crujir de unas alas que están por despegar. Es una garza. “Cuando llegamos, era un estanque de agua podrida con bolsas y botellas que flotaban.”

Desde que el granjero descubrió el silencioso delito ecológico que se cometía allí podría tornarse irreversible, decidió no ser cómplice del envenenamiento. Sigue el modelo de alguien que hace 160 años, luego de salir de la cárcel por negarse a pagar un impuesto del gobierno norteamericano para financiar la guerra con México, escribió Sobre la desobediencia civil. Henry Thoreau planteó que “si el mandato de la ley fuera de tal carácter que quisieran obligarnos a cometer una injusticia contra uno de nuestros semejantes, entonces mi opinión es que se quebrante la ley. Gastemos si es necesario nuestra vida hasta conseguir detenerla. Porque lo que tengo que hacer, en todo caso, es no servir de instrumento para que se cometa una injusticia que yo condeno”.

La ecoaldea

Alguien aplaude y corre la voz para que los demás aplaudan. Una futura antropóloga, que estuvo entre los fundadores, mira al extraño y le aclara que es para llamar a los demás para recibir la luna nueva, según dicta el calendario maya. La ronda se hace alrededor de una fogata armada sobre un enorme rectángulo de concreto con columnas de hormigón, hundido entre el bosque y el pantano. Debajo hay agua y mucha vegetación, tanta que se eleva por algunos huecos en el cemento y forma pequeños oasis con plantas que superan en altura a las columnas. Hay un círculo con tres esferas pintadas en algunos carteles y que simbolizan la bandera de la paz. Es el centro cívico de Velatropa.

Los permacultores latinoamericanos han rescatado y reivindicado a las culturas ancestrales por sus enseñanzas. La civilización maya, explica un barbudo, tiene una cosmogonía trascendental: “Aspira a que el ser humano asegure su permanencia en la Tierra porque sus principios versan sobre la convivencia con la naturaleza”. El barbudo también rescata que los pueblos originarios buscaron y buscan un desarrollo responsable del entorno. “No rechazamos la tecnología, la integramos –aclara–. Tampoco nos oponemos a la sociedad, no le disputamos el poder porque no lo queremos.” El granjero se suma a la conversación. Ambos coinciden en la importancia de demostrar que existe otro orden y otra forma de relacionarse con el medio ambiente. La continua depredación de los recursos naturales, la contaminación, la ausencia de una postura de los consumidores sobre lo que es biodegradable dejaron de ser peligros potenciales. Son una amenaza, advierten.

“Vi un documental sobre las ciudades abandonadas cerca de Chernobyl, después de la explosión atómica. Las plantas se devoraban las paredes, estaba lleno de insectos, animales… Por más que contaminemos es imposible que se termine el mundo, lo que se puede terminar es la especie humana”, afirma el granjero. Un pibe golpea un botellón de agua, de esos que hay en las oficinas. El golpe se transforma en pulso y el pulso en ritmo. Se arma la ronda, se sirven empanadas vegetarianas cocinadas al fuego y gajos de mandarina. Hay otros extraños, que dejarán de serlo en esta ronda donde también se discuten asuntos internos de Velatropa.

“Soy un aldeano sin aldea”, declara un permacultor cuarentón que llegó esta mañana y viene viajando hace mucho tiempo. “Cuando me enteré de esto se me cumplió un sueño”, confesó emocionado con tono de porteño apaisanado. Ahí mismo se discute en qué carpa pasará la noche, aunque él ya trajo su equipo. También hay un trompetista, joven y anarquista que ya venía merodeando la aldea y planea dormir. Es un reciclador nato. Este cronista se presenta, comparte sus intenciones y se asegura una carpa para pasar la noche.

La reunión se extiende hacia los asuntos internos, que al igual que la ubicación precisa de Velatropa, se reservan en esta nota. Los aldeanos temen convertirse –aseguran– en una atracción turística. Ellos no son los dueños de esa tierra, sólo sus guardianes. Los recién llegados y el chico que toca el bidón parten hacia el sector fumadores, a medio camino entre el centro cívico y el Bosque de la Resistencia, un oasis que se yergue en el matorral y que sobrevivió al relleno sanitario. Se arma una larga improvisación entre una guitarra, el bidón y la trompeta.

Otra vida

El ruido de los motores es constante e intenso, como el canto de los pájaros. En el centro cívico se sirve el desayuno: una taza con mermelada de moras, cereales y trozos de frutas. Hay preocupación. En el otro extremo de la aldea hay unos señores, acompañados por la policía, que taladran el piso de hormigón. Están haciendo pruebas para determinar si se puede construir sobre esos cimientos. De servir, planean edificar más adelante. Todos los aldeanos dicen estar de paso en el lugar, pero quisieran que se conservara como un centro experimental y de difusión para futuros permacultores.

Sin embargo, la vida continúa. Llegan algunos visitantes inesperados y el granjero los ataja o los invita, si no se animan. Los pasea por los invernaderos, luego por el lugar donde se separa material, se recicla y se vende para costear algunos gastos. Pasa por el taller de costura y la cocina, y atraviesa el bosque para dirigirlos a las áreas recuperadas. Los demás cocinan empanadas, preparan conservas, juntan leña o participan de alguna de las tantas actividades: yoga, talleres de esculpido en madera o de construcción con adobe. Los domingos hay un ciclo de cine. En una entrada lateral al centro cívico un cartel de bienvenida sostiene dos consignas: “Si tienen tu tiempo, tienen tu mente”, “El tiempo es arte”.

En el Bosque de la Resistencia hay una artesana que cría a su hijo en Velatropa. Está apoyada sobre un tronco y por prescripción de un chamán andino tiene una toalla mojada en la panza porque le duele la cabeza. Se define como una “justiciera”. Ella cose ropa y la vende para conseguir recursos para la aldea, también arregla la ropa de los demás. Estuvo desde el principio y viaja mucho. “Cuido al grupo y ellos de alguna forma cuidan a mi hijo. Me gusta reciclar ropa y cuando la ofrezco siempre lo destaco”, cuenta. Ella es una de las aldeanas que viajan a otras comunidades en Tigre y en Córdoba, donde se hacen trueques.

A su lado, un rasta coqueto que regentea ese Bosque y lo ha parquizado muestra sus artesanías y abre la carpeta de los shows de clown que hizo en Brasil, a donde fue por una semana y se quedó seis años. Hace poco animó el cumpleaños de Eugenia Rito, la vedette. Su novia vive en la ciudad y viene a visitarlo seguido. También están el barbudo y el chico del bidón. El comedor del Bosque fue tapizado con hojas secas porque si uno se para en la tierra, los pies comienzan a hundirse en un líquido negro. “Es brea, la pusieron para sellar parte del relleno sanitario”, advierte el rasta. Se habla de todo un poco y “se vive”, una frase muy importante para los permacultores, que entre otros principios, defienden todo tipo de ocio creativo.

Antes de partir, el cronista pasa por la carpa de uno de los sabios más respetados de la comunidad. Es un joven de 22 años, un gran utopista. Está tirado sobre una lona, flanqueado por plantas de tomate y estudiando una partitura con la guitarra. Ha encontrado un tiempo entre todos sus quehaceres, que son demasiados, y se esperanza cuando el cronista le remarca la diferencia entre trabajar para vivir y vivir para trabajar. “Nuestros actos repercuten en el todo”, atina a modo reflexión y repite la profecía de Oscar Wilde: “La tecnología puede liberarnos”.

Entonces desmenuza sus planes, repasa lo que falta por hacer en Velatropa y admite que le preocupa, más que nada, la autonomía energética y alimentaria. “Estamos trabajando para el mundo que está ahora y para el que viene después, somos la creación en acto”, dice en un momento. La aldea constituye el primer paso, asegura, en el largo camino de la autonomía absoluta. “Es un ensayo y una contribución concreta ante los problemas actuales y urgentes.”

Referencia: http://www.pagina12.com.ar/diario/sociedad/3-114353-2008-11-02.html

Velatropa, una aldea oculta en la Capital. La Nación.

Vivir de otra manera / En terrenos de la Ciudad Universitaria

Velatropa, una aldea oculta en la Capital

Tiene construcciones de barro y sus habitantes cultivan lo que consumen; la mayoría son jóvenes y se guían por el calendario maya

Franco Varise LA NACION La ciudad de Buenos Aires esconde una aldea. Sí: una aldea de verdad, con personas y construcciones rudimentarias; huertas, ritos y todo eso. Un extraño rincón de la ciudad que permanece fuera del sistema y donde el tiempo no tiene tiempo. O, por lo menos, eso es lo que desearían quienes lo habitan y construyen. Velatropa comenzó a levantarse hace dos años en los cimientos de lo que iba a ser el pabellón cinco de la Ciudad Universitaria, frente al estadio de River Plate. El espacio, abandonado desde hace décadas, pertenece a la Universidad de Buenos Aires (UBA), que tolera su presencia, y en algún momento hubo en las proximidades otro tipo de asentamientos, como la controvertida “villa rosa”, que ya no está. Oculta entre los árboles, la vegetación y el hormigón, la curiosa ecoaldea es un secreto para la mayoría de los porteños, pero bastante difundido entre los estudiantes y las autoridades universitarias. “Sí, claro, los pibes de la aldea están por allá”, indicó el encargado de la playa de estacionamiento del complejo universitario. Un sendero por detrás de los pabellones paralelo a la orilla del río lleva hasta una especie de portal del que cuelgan unas cintas de tela y un cartel que dice: “Bienvenidos a la ecoaldea Velatropa”. El camino sigue hacia las entrañas de un espacio en constante construcción. Allí surge de la nada un “refugio de invierno” que conjuga salón, mesas, sillones y sillas, un espacio de estudio, una cocina de barro y el guardabicicletas comunitario. Cuentan, también, con un panel solar para proveerse de luz y una canilla de agua corriente cedida por la UBA. Puede parecer increíble, pero el proyecto gestado al calor de algunos estudiantes creció al punto de que los velatropenses ya son alrededor de un centenar. Los fines de semana cocinan comidas naturales que comparten entre todos y, al caer el sol, plantan un árbol frutal (hay cerezos, paltas y ciruelos). Esos retoños pugnan por crecer en una tierra generada a partir de los rellenos sobre el río. La mayoría de los velatropenses, de entre 20 y 30 años, no vive allí y trashuman entre sus casas céntricas y esta especie de vergel ultraecológico donde no está permitido fumar -hay un sector especial para hacerlo- ni beber alcohol. Las construcciones están proyectadas a partir de barro y materiales totalmente reciclados -botellas, maderas, plásticos-, con diseños libres con aires gaudianos o modelos físicos. También hay carpas. Y un sistema informal de riego para la huerta. Los aldeanos se llaman entre sí “hermanos”, se guían por el calendario maya y viven según las directrices de la “permacultura”. Velatropa no sería tan rara si no fuera porque está enclavada en plena ciudad. En la Argentina existen otras ecoaldeas, como Gaia, en la localidad bonaerense de Navarro, o Jardín Paz Mundial, en Epuyén. Pero aquí el contexto es bien distinto. Mientras los velatropenses meditan en círculo, un avión pasa a muy baja altura y ruge sobre sus cabezas antes de aterrizar en el Aeroparque. El ruido del tránsito de la avenida Leopoldo Lugones trastoca, por momentos, el silencio natural que anhelan los aldeanos. Pero a Flor, una de las velatropenses, no parece importarle. “Esto es de todos, no es nuestro… Queremos enseñar que se puede vivir de otra manera con respeto a la tierra, en paz y en armonía con la naturaleza”, dice esta estudiante de física con un nivel de argumentación contundente. “Mi familia dice que soy otra persona desde que estoy acá y están recontentos, porque antes de encontrar este lugar alquilaba un departamento con amigas, trabajaba de camarera y ni siquiera había terminado el secundario. Acá encontré un sentido a mi existencia”, agregó. En realidad, los velatropenses no quisieron participar de esta nota, al señalar que no están “preparados” para enfrentar a la prensa. Es que quizá resulte muy sencillo encontrar la aldea, pero, en cambio, no es tan fácil conocer a los “aldeanos” un poco más allá de lo que consideran su “obra”. Consejos Velatropa, aunque parezca a primera vista libertaria, está regida por una organización compuesta por dos consejos que toman las decisiones en reuniones programáticas que se realizan dos veces por semana. Incluso tienen un blog (aldeavelatropa.blogspot.com) donde difunden sus técnicas de producción, reciclado y construcción. La idea es que quien desee participar de la iniciativa realice tareas concretas. “No podés caer con una carpa y quedarte sin hacer nada”, susurra uno de ellos con el ceño bastante serio. “Es un nodo ecológico de desarrollo sustentable, interdisciplinario y autogestionado por estudiantes de la UBA”, puede leerse en un folleto sobre la mesa del refugio. Y sigue: “Nuestro proyecto a futuro es, en combinación con las autoridades de la UBA, poder reciclar toda la basura de la Ciudad Universitaria”. A estas alturas, la pregunta se plantea sola: ¿y de qué viven? Ellos aclaran que tienen un nivel de gasto casi nulo. No parece extraño a simple vista, aunque también cocinan empanadas que venden entre los alumnos de la Ciudad Universitaria, donde ya son un clásico. Todos son vegetarianos y buena parte de los productos que consumen son el fruto de las huertas diseñadas sobre terrenos formados con escombros de hormigón. El secreto no puede mantenerse para siempre. En Velatropa lo saben, y aunque los perturba, confían en seguir adelante, reciclándose.